Jirón de una ciudad que ya no existe

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Por María Jaramillo Alanís

A veces una demolición no tumba paredes: tumba épocas, sueños, vidas completas.

Eso pienso mientras observo cómo el viejo edificio de los Medina se deshace en polvo, como si cada golpe del martillo eléctrico borrara un pedazo de aquella ciudad donde todos nos conocíamos y donde el bien más valioso no cabía en ninguna vitrina: la palabra.

Porque Medina “La Economía”,  no fue solo una tienda de ropa y zapatos; Fue un punto de encuentro, una confianza circular que iba de Juan a Fidencio, de Fidencio a la gente, y de la gente a sus cobradores que pedaleaban entre calles de tierra y saludos.

 Aún escucho, desde el eco más terco de la memoria, el grito que anunciaba su llegada allá en el Camino Real frente a la forestal:

“¡Medina, Jaramillo!”

Un llamado que tenía más de vecindad que de cobranza.

Qué ironía: los periódicos hojean hoy su caída sin emoción, como si aquel edificio no hubiera sido testigo de bodas, de mudanzas, de primeras televisiones que encendieron la ilusión en muchas casas.

Como si sus paredes no hubieran guardado los secretos de familias enteras que compraban fiado porque se podía confiar en la palabra dada, sin papeles, sin abonos chiquitos, ni abogados de por medio,  sin miedo.

Hoy, treinta años después de su abandono, los nopales que crecieron en su interior son los únicos que parecen recordar la paciencia de ese tiempo. Y aun así, el edificio resistía. Se aferraba a sí mismo como quien se niega a olvidar. Dentro creció un árbol, aquel se veía desde la calle, por encima del techo y sobre sus pisos,  quedaron las reliquias de un modo de vivir que ya no vuelve.

Y me pregunto:

¿Quién recogerá el polvo de lo que fuimos?

¿Quién va a reconocer en estas ruinas el jirón de una ciudad que también ya fue demolida?

Porque aquella ciudad, la nuestra, la de las bicicletas con aviso, la de los tratos que se cerraban con un apretón de manos, la de los vecinos que se conocían por nombre y por historia, esa ciudad ya no existe.

Cayó mucho antes que el edificio de los Medina.

Pero mientras haya alguien que recuerde el pregón, el saludo, la confianza, la risa que acompañaba el cobro, los Medina seguirán siendo historia viva, no en la esquina del 15 Juárez, sino en ese lugar íntimo donde guardamos la infancia y sus paisajes: la memoria.

Sábado a sábado, Fidencio cobraba la tela para el pañal de franela, el  tul para pabellón, cajas y cajas de zapatos para la jaramillada de Nicolás, aquel obrero al que siempre le acompaño la palabra empeñada.

Ahí, en lo más nuestro, todavía se escucha la voz, suave y ciclística, de otra época que se niega a desaparecer:

“¡Medina, Jaramillo!”

Desde Mi Trinchera…

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