Por María Jaramillo Alanís
Creí que el partido de anoche apenas inauguraba la final. En esta casa la televisión no rinde tributo al mafioso patrón de la mitómana del espectáculo, así que Axel veía —otra vez— Los Minions, mientras yo descubría dos tragedias domésticas: no había gas y el hambre ya me hablaba de tú.
Nunca supe que aquello era ya la final. Como tantas cosas que suceden en este país, pasó sin aviso.
La falta de gas se resolvió con ingenio y terquedad: una plancha eléctrica. Libia improvisó carne asada, quesadillas, jamón y hasta calentó agua. La cena ocurrió mientras el futbol se deslizaba por la pantalla ajena, visto en vertical, fragmentado, transmitido por TikTok, como se mira hoy casi todo: a retazos.
El partido lo vieron así, mutilado por la modernidad. Su tele tampoco tiene cable. “fue un partidazo”, me dijo Libia está mañana. De esos raros milagros donde once hombres juegan como hombres —porque luego juegan peor que señoritas— y, para colmo, ganaron los Diablos.
Al amanecer vi el video del Turco Mohamed. Lloraba. Se tapaba la cara con ambas manos, incapaz de mirar el último penal de la última tanda. Vega le dio un zapatazo definitivo y el Toluca —bendito Dios— le arrancó el campeonato a los insoportables Tigres.
En mi familia hay Diablos de sangre antigua: Omar, Nidia, Argelia. Y aunque mi padre nunca lo proclamó, también fue de la Perra Brava.
Lo supe siempre. Lo demostraba sin discursos ni banderas: andaba sin camisa, como quien no necesita escudos cuando cree en algo.
Desde el cielo, Nicolás debió agitar su playera con fe inquebrantable. Seguro estaba ahí, sentadito, viendo el partido con toda la jaramillada y Contreras, claro, celebrando ese gol que por una noche nos devolvió el futbol.
Felicidades a la Perra Brava.
Felicidades al Toluca.
Pero no nos engañemos.
Este partido fue una excepción, un relámpago en un cielo podrido del futbol mexicano, que es un negocio de trajes caros, manos sucias y contratos firmados en lo oscuro.
Un teatro donde los jugadores sudan, la afición paga y los únicos que siempre ganan son los de pantalón largo. Dirigentes, promotores, dueños y federativos que jamás pisan la cancha pero cobran cada gol.
Por eso este triunfo vale: porque ocurrió a pesar del sistema, no gracias a él. Porque por una noche el futbol se les escapó de las manos. Porque el balón, milagrosamente, no obedeció a la corrupción.
Al final, tenías razón, papá: los Diablos siempre fueron los mejores.
Y mientras aquí abajo el futbol se pudre entre corrupción, me pregunto ¿qué haces en el cielo?
Seguro andas sin camisa, viste el partido mascullando, riendo bajito, sabiendo —como siempre—que tenías razón…los diablos son los mejores.
Desde Mi Trinchera…



